西語小說閱讀:《總統先生》(23)
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來源:網絡
2020-09-02 01:32
編輯: 歐風網校
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西語小說閱讀:《總統先生》(23)
Casa de mujeres malas
— Indi-pi, a pa!
— Yo-po? Pe-pe, ro-po, chu-pu, la-pa...,
— Quitín-qué?
— Na-pa, la-pa!
— Na-pa, la-pa!
—... Chu-jú!
— Cállense, pues, cállense! Qué cosas! Que desde que Dios amanece han de estar ahí chalaca, chalaca; parecen animales que no entienden —gritó la Diente de Oro.
Vestía su excelencia blusa negra y naguas moradas y rumiaba la cena en un sillón de cuero detrás del mostrador de la cantina.
Pasado un rato, habló a una criada cobriza de trenzas apretadas y lustrosas:
— Ve, Pancha, diciles a las mujeres que se vengan para acá; no es ése el modo, va a venir gente y ya deberían estar aquí aplastadas! Siempre hay que andar arriando a éstas, por la gran chucha!
Dos muchachas entraron corriendo en medias.
— Quietas ustedes! Consuelo! Ah, qué bonitas las chiquitillas! Chu-Malía, con sus juegos!... Y mirá, Adelaida — Adelaida, se te está hablando!—, si viene el mayor es bueno que le quités la espada en prenda de lo que nos debe. Cuánto debe a la casa, vos, jocicón?
—Nuevecientos cabales, más treinta y seis que le di anoche —contestó el cantinero.
—Una espada no vale tanto: bueno..., ni que fuera de oro, pero pior es nalgas. Adelaida!, es con la paré, no es con vos, verdá?
—Sí, do a Chón, si ya oí... —dijo entre risa y risa Adelaida Pe al, y siguió jugando con su compa era, que la tenía cogida por el mo o.
El surtido de mujeres de El Dulce Encanto ocupaba los viejos divanes en silencio. Altas, bajas, gordas, flacas, viejas, jóvenes, adolescentes, dóciles, hura as, rubias, pelirrojas, de cabellos negros, de ojos peque os, de ojos grandes, blancas, morenas, zambas. Sin parecerse, se parecían; eran parecidas en el olor; olían a hombre, todas olían a hombre, olor acre de marisco viejo. En las camisitas de telas baratas les bailaban los senos casi líquidos. Lucían, al sentarse despernancadas, los ca os de las piernas flacas, las ataderas de colores gayos, los calzones rojos a las veces con tira de encaje blanco, o de color salmón pálido y remate de encaje negro.
La espera de las visitas las ponía irascibles. Esperaban como emigrantes, con ojos de reses, amontonadas delante de los espejos. Para entretener la nigua, unas dormían, otras fumaban, otras devoraban pirulíes de menta, otras contaban en las cadenas de papel azul y blanco del adorno del techo, el número aproximado de cagaditas con lentitud y sin decoro.
Casi todas tenían apodo. Mojarra llamaban a la de ojos grandes; si era de poca estatura, Mojarrita, y si ya era tarde y jamona, Mojarrona. Chata, a la de nariz arremangada; Negra, a la morena; Prieta, a la zamba; China, a la de ojos oblicuos; Canche, a la de pelo rubio; Tartaja, a la tartamuda.
Fuera de estos motes corrientes, había la Santa, la Marrana, la Patuda, la Mielconsebo, la Mica, la Lombriz, la Paloma, la Bomba, la Sintripas, la Bombasorda.
Algunos hombres pasaban en las primeras horas de la noche a entretenerse con las mujeres desocupadas en conversaciones amorosas, besuqueos y molestentaderas. Siempre lisos y lamidos. Do a Chón habría querido darles sus gaznatadas, que veneno y bastante tenían para ella con ser gafos, pero los aguantaba en su casa sin tronarles el caite por no disgustar a las reinas. Pobres las reinas, se enredaban con aquellos hombres —protectores que las explotaban, amantes que las mordían— por hambre de ternura, de tener quién por ellas!
También caían en las primeras horas de la noche muchachos inexpertos. Entraban temblando, casi sin poder hablar, con cierta torpeza en los movimientos, como mariposas aturdidas, y no se sentían bien hasta que no se hallaban de nuevo en la calle. Buenas presas. Al mandado y no al retozo. Quince a os. Buenas noches. No me olvides. Salían del burdel con gusto de sabandija en la boca, lo que antes de entrar tenía de pecado y de proeza, y con esa dulce fatiga que da reírse mucho o repicar con volteadora. Ah, qué bien se encontraban fuera de aquella casa hedionda! Mordían el aire como zacate fresco y contemplaban las estrellas como irradiaciones de sus propios músculos.
Después iba alternándose la clientela seria. El bien famado hombre de negocios, ardoroso, barrigón. Astronómica cantidad de vientre le redondeaba la caja torácica. El empleado de almacén que abrazaba como midiendo género por vara, al contrario el médico que lo hacía como auscultando. El periodista, cliente que al final de cuentas dejaba empe ado hasta el sombrero. El abogado con algo de gato y de geranio en su domesticidad recelosa y vulgar. El provinciano con los dientes de leche. El empleado público encorvado y sin gancho para las mujeres. El burgués adiposo. El artesano con olor de zalea. El adinerado que a cada momento se tocaba con disimulo la leopoldina, la cartera, el reloj, los anillos. El farmacéutico, más silencioso y taciturno que el peluquero, menos atento que el dentista...
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